jueves, 26 de agosto de 2010

Nadia

NADIA






Ella no era más que una joven volviéndose mujer, así como alguna vez fue una niña metamorfoseándose a una adolescente, o más bien, solamente eso miraban los mortales ojos de los “iguales”, como ella solía llamarles, como ella solía llamarnos, pues según su teoría todos éramos un frasco de ignorancia reposando en la enorme vitrina que es el mundo. Nadia vivía sola desde los dieciséis, ahora tenía ya más de veinte años de edad. Vivía en la casa que hubiera sido de ella tarde o temprano, la casa que fuese de su abuela antes de fallecer, una casa vacía prácticamente. Nadia no cuidaba el aspecto de su ropa, de su cabello o de su hogar, la idea era mantener impecable su idea, ¡Cómo amaba a su idea! Y su idea definitivamente estaba enamorada de ella, romances imaginarios entre el pensamiento de ser mejor y la seguridad de ser diferente.

Cuántos cuentos que le había contado su madre sobre mundos felices, princesas y príncipes, castillos y palacios, pero al mirar por la ventana no había más que un planeta llamado Tierra, ese planeta sucio y descuidad. Ella lo quería cambiar, realmente quería que el mundo fuese distinto, pero ¿Qué hacer? ¿Por dónde comenzar? Por el principio claro, pero cuando hemos hecho de este sitio una mancha no está muy claro en donde iniciaron los problemas, y es aún más difícil definir en donde terminarán.

La gente la miraba con desprecio a la pobre Nadia, y yo no la veo como pobre, pero más de una vez susurraron los árboles “ahí va la pobre Nadia”, y ella con la seriedad que evitaba las lágrimas al sentirse tan desilusionada de que el traje de aquel hombre valiera más que el alma de aquel joven, y de que aquella niña no fuera a llegar a vieja si pasaba por la adolescencia. La misma historia todos los días, mientras las letras de las canciones de amor iban regándose por detrás de los tacones, tan gastados de esa mujer, todos los días Nadia sabía que nada estaba por cambiar, y mucho menos, por mejorar. Las gotas de lodo llovieron de abajo hacia arriba y le cubrieron las piernas junto con las llantas de esa nave que volaba por el pavimento, a ella nunca le importó lo que sucediera en la calle, a fin de cuentas todos los “iguales” eran ignorantes, no conocían lo que ella conocía, no percibían la verdad como ella lo hacía. Los ojos del cielo no estaban plantados en nuestras calles, en nuestros campos, en nuestro espíritu, y Nadia lo sabía, lo estudió desde antes de cumplir los quince, elaboró esquemas sobre como combatiría cualquier ser humano con algún problema, tenían como opciones: la depresión, la resignación o la reflexión. La depresión llevaba a las lágrimas. Estas horribles creaturas que rasguñan el rostro y hacen al alma sollozar de dolor, la depresión llevaba a las lágrimas, las lágrimas provocaban que el corazón también llorase, alterándose, sin consuelo alguno, porque no hay nadie que hable el idioma del corazón, ni el del tiempo o el lenguaje del amor, pero el amor no podía existir en aquella depresión, así que lo preocupante era que estas lágrimas guiaban al hombre o mujer que las despedía a simplemente estar mal, al estar mal el triste llegaría a tocar fondo, y la depresión, según los estudios de Nadia no terminaba siendo más que un laberinto interminable, un pozo eterno, un perpetuo llorar, un caer tras caídas y tropiezos que llevaban a caer cada vez más profundo.

La resignación en cambio tornaba cualquier rostro en un rostro serio y en ocasiones petulante, y a decir verdad en ocasiones el rostro es capaz de manipular nuestro interior, uno mismo puede caer en su mentira, y es lo que nadie le creyó, pero ella siempre estuvo segura, lo estudió, y otra cosa que bien que Nadia sabía era que el estudio era infalible, el estudiar por gusto, por interés, más nunca por obligación. En fin que la resignación, brincaba a la seriedad y la seriedad en búsqueda de una sonrisa encontraba tan solo falsas soluciones y al llegar a estas malas soluciones a la larga llegaría a estar mal, claro después de cruzar el puente de la depresión. Era otro ciclo interminable, el descubrir esto le fascinaba, ella sentía un placer inimaginable al imaginar que sabía o que conocía más que todos los ignorantes, que todos los “iguales” más que cualquiera.

Ahora, la reflexión, la hermosa salida de los problemas, haciendo caso a lo que decía Nadia. El despertar de cada una de tus neuronas, reflexionar, pensar paso por paso, ¿por qué tuviste ese problema? ¿Qué te afectaba? ¿Por qué era tan grande si era tan pequeño? Quizá eras tú el problema, y muy dentro de ti lo sabías, pero primero, antes que otra cosa, reflexionarlo, entender quién o qué era dueño y quién o qué era esclavo del problema, porque en el mejor, o yo qué sé si en el peor de los casos ni siquiera existía algo digno de llamarse “problema”. Reflexiona, entiende, así funcionaría, de la reflexión se escalaba al entendimiento, al entender el problema con los porqués, los peros y los sí y los no, al entender la complejidad de un problema podrías ser capaz de hallar la solución, del entendimiento a la solución, pero este paso era difícil, la solución podría ser cualquiera. Disfrazarse y huir, pedir disculpas, asesinar, suicidarse. Una solución podía ser tan sencilla como una taza de café con dos terrones de azúcar o tan complicada como un viaje al fondo del mar en busca de los dos terrones. Y ahí era en donde, según Nadia se había perdido el mundo, los niños, los jóvenes, los adultos, los viejos, las ricas, los pobres, las dueñas y las empleadas. Todos estaban encarcelados en el deseo de solucionar los problemas, pero para salir de la jaula necesitaban la llave, y la llave estaba resguardada por una bestia con varios ojos y varios cuernos a la que alguien nombró “Miedo”. Y era prácticamente imposible vencerle, el paso después de la solución era largo, pero llevaba al tesoro más grande del mundo, llevaba a la felicidad.

Nadia podría ser tan diferente como fuera del resto de la gente, pero todos, absolutamente buscamos la felicidad, y ella también lo hacía, la fórmula para ser feliz era aquello que le había impulsado a estos estudios, más la decepción la había mantenido ya más de dos años adherida a la viscosidad de la rutina, perdida en aquel pantano de salir cada tarde a caminar, darse de vez en vez una caminata por el parque de la colonia, visitar la cafetería de enfrente del quiosco y regresar a lo de ella. Dejarse caer en el colchón, que estaba ya todo lleno de chipotes, evitar el llanto y evitarlo con más dificultad. Romper a llorar si era jueves o sábado, gritar los lunes o como fuera, cualquier día era miércoles en su semana de siete martes. Cuatro inviernos por año, Sol, luego Luna, seriedad, después tristeza, así de monótono pintaba el universo para Nadia, y los árboles seguían discutiendo a mitad de una partida de póker que si era pobre, que si pobre de la pobre Nadia, o pobre del que la veía… Y ella, tranquila, en su casa sin televisor, sin radio, sin cortinas ni luz, ella seguía esperando que su reflexión acerca de los “iguales” le llevase a algún sitio, a donde fuera, pero encontrar allá la felicidad.

Y aquel domingo que había caído en jueves, jueves 15 para ser más exactos, de enero o de julio, eso sí es imposible de saber, pero martes 13, definitivamente. Aquel día estaba tan cansada de llorar y aguantar las lágrimas toda la noche anterior que cayó rendida, durmió toda la tarde, pero a decir verdad ni siquiera lo notó, despertó ya después de las ocho, ya que la calle estaba oscura, se lavó la cara, se miró al espejo y se miró tan guapa, despeinada y sin bañar en dos días, con la ropa del día anterior y las ojeras hasta el suelo, pero que idea tan bella, esa idea de ser diferente. Esa locura por estar tan cuerda y saber que los locos éramos todos nosotros que nunca la notamos ni le preguntamos por sus pensamientos, tan fundamentados, tan palpables, tan reales como el llanto de los mares antes de gritar que son felices por ser libres. Entre que se caía de sueño otra vez, dormitaba y abría otra vez los ojos salió sin saber la hora a las diez de la noche, poco más tarde o poco más temprano y miró un fragmento de la felicidad, un pedacito del mundo con el que soñaba, una avenida vacía, sin nadie que la molestara, unas cuantas luces arruinando la belleza a lo lejos, pero la tranquilidad, el silencio que se respiraba aquella noche, la luna que sonreía y las estrellas que bailaban, las nubes que habían salido de viaje y el cielo que abrazaba a Nadia con las ganas de darle eso que ella tanto necesitaba, esa solución, porque ella hubiera hecho cualquier cosa para solucionar ese problema que se había tornado en una indiferente depresión, y Nadia lo sabía. Ella solo necesitaba hallar la solución y no tardaría más que un parpadeo en estar feliz, realmente feliz. Y tan tranquila se sintió esa noche mientras caminaba hacia la cafetería, tanta paz, y la tranquilidad es un sentimiento tan próximo a la felicidad…

Se sentó al fondo de la cafetería, pidió un pastel y leche con café para pensar en la noche, y lo vio, vio en aquella banca a aquel hombre con aquel cigarro merodeándole en los labios, ya encendido, y si no hubiese prestado la debida atención, Nadia no hubiera notado que no era un “igual”, era uno de esos que no son mejores o peores, pero no son como todos. Se le acercó al hombre llena de indecisión, con las piernas temblando, encorvando poco a poco la espalada para quedar a la altura del viejo que estaba sentado, ya pasaba del os sesenta, lo notó al acercarse. Antes de que ella pudiera decir algo él interrumpió, y fue una interrupción porque Nadia en serio se estaba esforzando para construir la frase adecuada.

-Buenas noches niña, ¿cómo está el café? ¿Frío? Porque aquí se sirve frío- dijo el viejo con tono bromista, se sonrió levemente y suspiró.

-Pues el café bien, ¿Quién es usted? Se lo pregunto por curiosidad, no soy nadie ni nada, soy… pero dígame quien es.

-Pues yo he de ser alguien porque no creo que usted sude así siempre que le saludan, a menos que casi no la saluden niña, eso pasa, usted sale poco, bien que reconozco a quien es diferente, y no se sienta halagada por lo que digo, que ser diferente no ha sido siempre bueno, ya ve a Jesucristo o a Galilei.- El viejo fumaba con gusto y miraba apenas los ojos de Nadia, que aún después de la aclaración se sentía inmensa por el comentario.

-Buenas noches, hasta luego, disculpe por molestarlo- Nadia se despidió y casi corrió a pagar y después a su casa como se corre de la solución a la felicidad.

No pasó más de una semana antes de que Nadia ya no soportara más el recordar ese cigarro, esa mirada, esas palabras, saber que ese era alguien y no un “igual”, así entre las sábanas a las nueve de la noche pensaba porque eran más grandes las camas que las almohadas, el machismo que el feminismo, la violencia que la paz, porque era ella más triste que las propias lágrimas y porque era aquel viejo tan diferente. Viajó por su cama, que se convirtió en un bosque, y las sombras le invitaban a levantarse ya, pero ella intentaba cerrar los ojos, no le gustaba la curiosidad, y no porque la curiosidad sea mala, pero es algo que todos sufrimos, somos curiosos, somos los que quieren ser testigos, testigos de cualquier cosa que nadie más lo sea, nos hundimos en la necesidad de ser confidentes de un ángel o de un demonio, de un amigo o de un enemigo, pero confidentes, para saber más, para saber nuevo. Y ella no podía ser como todos los “iguales”, pero llegó el momento, ya cerca de las diez en que las sombras la envolvieron entre sábanas y risas sin razón y la empujaron hasta la puerta que daba a la calle, y ella salió a ver lo hermoso de un mundo oscuro, un mundo sin el amor que no conoció, sin los hijos que no tuvo, sin la vida que se perdió tan preocupada por encontrar una solución a un problema que siendo realistas lo más probable es que no fuera un problema; y en ese mundo ciego, sordo, pero lo más maravilloso, en ese mundo mudo bailó con la llovizna que bañaba poco a poco su cara y miró la cafetería, un par de vehículos estacionados frente a ella. Entró, procurando disimular la sonrisa, que según cualquier “igual” no tendría razón de estar dibujada entre esas dos mejillas pálidas por la mala alimentación.

Lo miró, el viejo, sentado, como esperándola, se volvió hacia ella, la miró y con una voz serena pero firme preguntó

-¿Qué quieres?- no con la voz del que pregunta este tipo de cosas al aire, por preguntar, por ver si pescan una trucha en una alberca inflable, sino con la voz del que busca una respuesta, y lo que era más impresionante, con la tranquilidad del que sabe que la obtendrá.

-Quiero otro mundo, uno fuera del que han creado los “iguales”- contestó Nadia como por reflejo.

-Sígueme niña.

Nadia lo siguió confiada, apoyando solo las puntas de los pies en cada paso, como si no pudiera tropezar, como si nada le fuese a pasar por salir de la cafetería con un completo desconocido, pero aún sin conocerlo, sabía algo, no era un “igual”, y eso debía aprovecharlo, así que fue con él, subió al asiento de copiloto en una camioneta verde oscuro un poco mugrosa que esperaba afuera del establecimiento, él la miró, hizo un gesto de alegría confusa y emprendió la marcha hacia cualquier sitio, las primeras horas de camino nadie dijo nada, después él empezó a hablar de sueños, que los sueños de caídas o los de muerte…

-Todos significan algo.

-No creo.

Nadia, aunque confiada, temblaba y se mantenía seria, sin prestar casi atención a lo que decía el viejo, y por supuesto sin reprochar o debatir cualquier cosa que dijera aquel hombre.

-Como tú no me vas a preguntar nada, yo te voy a platicar, algunos me dicen de una forma y otros me dicen de otra, pero como no conozco a nadie, nadie me dirige la palabra, ni nombre ni edad tengo, solo acertijos como este.- Fueron las palabras que le dijo el viejo a Nadia.

Esa grave voz que corría por entre las barbas canosas y la piel áspera de ese hombre era una voz de la que se colgó la última esperanza de Nadia, y ni ella supo porque, pero creyó ir a donde quería ir.

Así siguieron su camino durante muy largo rato, horas y más horas pasaron con escalas en estaciones de gasolina y lugares cualquieras para comprar café, lo que había dicho el viejo que le gustaba de la vida “además de vivir, el café cargado y los cigarros muchos, soy un hombre de pocos gustos pero de muchos placeres”. Contó un par de chistes, Nadia se río de uno como sin querer mientras el viejo se carcajeaba y pasaba de carretera a campo y así intercalaba. Nadia cayó dormida, ya no pudo más con los párpados que parecían de acero, y tras una o dos horas de dormir escuchó que el viejo abría la puerta de a un lado de ella.

-Baja, ya llegamos.- la voz del hombre parecía más seria esta vez, mucho más, y no molesta, pero muy seria.

-¿Dónde estamos?- preguntó Nadia al ver tan solo un suelo de granos color piel o melón y el sol que le quemaba la cara y casi no le dejaba ver.

-En lo que querías, según decías, como el niño que quería ser perro. El niño decía que a los perros los alimentaban cuando querían los sacaban a pasear y de más cosas, tan inconforme estaba que se puso a llorar y a gritarle a su papá que él quería ser perro, el padre, enfurecido lo desnudó y de una bofetada lo tiró en el suelo, le dio carne cruda y lo miró serio diciendo “cuidado con lo que pides”, el niño arrepentido lloró abrazando las rodillas de su padre entre mocos y disculpas.

-Pero…

Nadia se empezó a reír de la nada, a reír y a reír más, entendiendo lo que el viejo estaba a punto de decir.

-Aquí está un mundo que no han corrompido los “iguales”, aquí ni siquiera se han parado, es el desierto, este es el mundo que decías, pero ¿ya te das cuenta que perteneces a donde todos nosotros? Guárdate las risas y la plática para el camino, que te voy a dejar en tu casa y quiero que estés feliz.

-Gracias, pero… no voy para allá, este es el mundo que necesito, yo no pertenezco a donde nadie.

Nadia corrió y corrió hasta quedarse sin fuerza ni aire y se tiró, lista para morir en el abrazo del sol, la arena y la felicidad en el mundo que siempre soñó. L a solución a veces es un poco más complicada que el viaje al fondo del mar.

El viejo subió a su camioneta, emprendió el camino hacia cualquier sitio y dijo para sus adentros las palabras que aún debe recordar Nadia en donde quiera que esté.

- Como tú no me vas a preguntar nada, yo te voy a platicar, algunos me dicen de una forma y otros me dicen de otra, pero como no conozco a nadie, nadie me dirige la palabra, ni nombre ni edad tengo, solo acertijos como este… pero últimamente les ha dado por llamarme “destino”.

1 comentario:

  1. ¡Maravilloso! Aunque si el analítico no está a flor de piel entre las reflexiones, uno se puede perder. Pero que mejor pérdida que la que se puede encontrar. Y si... últimamente le llamamos... Destino

    ResponderEliminar